Las raíces del lenguaje oral se pueden encontrar en la manera de hablar del niño en los primeros meses de vida. En efecto, incluso los pequeños sordos comienzan a tratar de hablar desde el principio de su vida, y en los primeros meses todos; los infantes emiten los sonidos que se encuentran en los repertorios lingüísticos remotos de sus lenguas maternas. Pero a principios del segundo año, la actividad lingüística es diferente: comprende la expresión punteada de palabras aisladas: “Mami”, “perro”, (doggy) “papi”, “galleta” (cookie) y, antes de mucho tiempo, la concatenación de pares de palabras para formar frases significativas: “come galleta”, “adiós, mami”, “bebé llora”. Pasado otro año, el infante de tres años expresa secuencias de mucha mayor complejidad, incluyendo preguntas, “¿Cuándo me levanto?”; negaciones, “no quiero irme a dormir”, y oraciones con cláusulas, “me tomo leche antes de la cena, ¿sí?” Y a la edad de cuatro o cinco años el infante ha corregido los pequeños desaciertos sintácticos en esas oraciones y puede hablar con notable fluidez en formas que se parecen mucho a la sintaxis del adulto.
El desarrollo de las habilidades lingüísticas
Los primeros años de vida del infante trascienden la expresión mundana. Casi todos los infantes de cuatro años pueden producir sorprendentes figuras del habla (como comparar un pie dormido con el burbujear de una bebida gaseosa); narrar historias cortas acerca de sus propias aventuras y las de los personajes que han inventado; alterar su registro del habla dependiendo de que estén hablando con adultos, con otros niños, o a niños más pequeños que ellos mismos, e incluso involucrarse en simples chanzas metalingüísticas: “¿Qué quiere decir X?”, “¿debo decir X o Y?”, “por qué no dijiste X cuando querías decir Y?” En pocas palabras, las habilidades del infante de cuatro o cinco años hacen pasar vergüenzas a cualquier programa de computadora para el lenguaje. Ni siquiera los lingüistas más hábiles del mundo han podido escribir las reglas que expliquen la forma (y significados) de las expresiones de la niñez.
Todo lo anterior referente al desarrollo lingüístico es un hecho indiscutido para cualquier estudioso. Por otra parte, algo más controvertido, pero también aceptado en forma más generalizada, es la aseveración de que el dominio lingüístico involucra procesos complejos de adquisición, ajenos a los comprendidos en otras esferas intelectuales. El vocero más vigoroso y persuasivo para esta proposición es Noam Chomsky, quien asevera que los niños deben nacer con considerable “conocimiento innato” acerca de las reglas y formas del lenguaje, y que deben poseer, como parte de sus derechos de nacimiento, hipótesis específicas acerca de cómo descifrar y hablar su idioma o cualquier “lenguaje natural”. Las afirmaciones de Chomsky surgen del hecho de que es difícil explicar cómo se puede adquirir el lenguaje con tanta rapidez y exactitud a pesar de la impureza de las muestras de habla que escucha el infante, y en un momento en que otras habilidades infantiles para la solución de problemas parecen estar subdesarrolladas. Otros eruditos, como Kenneth Wexler y Peter Culicover, 16 han afirmado que los niños no podrían aprender a hablar un lenguaje si no hicieran determinadas suposiciones iniciales acerca de cómo debe operar el código y cómo no debe operar, en que supuestamente esas suposiciones estarían incorporadas en el sistema nervioso.
Todos los niños normales, junto con una gran proporción de los retrasados mentales, aprenden el lenguaje de acuerdo con el plan descrito, por lo general al cabo de pocos años. Este hecho de acuerdo con sus propias reglas, y al mismo tiempo plantea dificultades para los eruditos que quieren afirmar (como lo hizo Piaget) que la adquisición del lenguaje tan sólo invoca procesos psicológicos generales. Bien pudiera suceder que ambas corrientes tengan razón. Parece ser que los procesos sintácticos y fonológicos son especiales, probablemente específicos de los seres humanos, y se desarrollan con necesidad hasta cierto punto escasa de apoyo proveniente de factores ambientales.
Sin embargo, otros aspectos del lenguaje, como los dominios semántico y pragmático, bien pudieran explotar mecanismos de procesamiento de información humanos más generales y están atados en menor grado o menos exclusivamente a un “órgano del lenguaje”. En términos de mis “criterios” para una inteligencia, podríamos decir que la sintaxis y la fonología están cerca de la médula de la inteligencia lingüística, en tanto que la semántica y la pragmática incluyen entradas de otras inteligencias (como las inteligencias logicomatemática y la personal).
Aunque los procesos descritos aquí pertenecen a todos los niños, hay claramente vastas diferencias individuales. Se encuentran en las clases de palabras que pronuncian por primera vez los infantes (algunos expresan primero los nombres de cosas, en tanto que otros, evitando nombres, prefieren las exclamaciones); la medida en que los infantes servilmente imitan las señales emitidas por sus mayores (algunos lo hacen, otros apenas lo hacen, o no lo hacen) y, de igual importancia, la rapidez y habilidad con que los infantes dominan los aspectos centrales del lenguaje.
El joven Jean-Paul Sartre fue extremadamente precoz en este sentido. El futuro autor era tan hábil para imitar a los adultos, incluyendo sus estilos y registros de habla, que a la edad de cinco años ya podía encantar a sus públicos con su fluidez lingüística. Poco después comenzó a escribir, terminando a poco libros completos. Encontró su cabal identidad en la escritura, en la autoexpresión con la pluma, por completo ajeno a que sus palabras siquiera fueran leídas por otros.