Desarrollo:
Subjetividad, es el carácter de lo que es subjetivo, es decir, propio del modo de sentir o de pensar del sujeto y no del objeto en sí. El individuo subjetivo considera al objeto (lo externo) sólo a través de su conciencia. Subjetividad se opone a objetividad.
El filósofo alemán Immanuel Kant postuló en Crítica de la razón práctica (1788) que “los principios prácticos son subjetivos cuando lo que prescriben no es considerado por el sujeto como válido más que para su propia voluntad”. Lo subjetivo en filosofía puede conducir a un cierto relativismo, concepto según el cual cada individuo posee su propia verdad.
A través de la subjetividad el individuo puede ser captado como tal, en su integridad vital y existencial. Sus juicios son unilaterales, se forman desde el punto de vista propio y las referencias al yo son constantes. En psicología, lo subjetivo es todo aquello que se produce sin un estímulo externo aparente.
Se puede definir la subjetividad como el proceso psíquico cronológico y lógico por el cual un sujeto se convierte en tal, desde los primero años de su vida (Fernando De Greef).
La subjetividad es un concepto que para poder comprenderlo es necesaria la fusión de dos ciencias: la Filosofía y la Psicología. El aporte de la Filosofía es que la subjetividad “se refiere a las específicas interpretaciones que disciernen cualquier aspecto de la experiencia”. Así mismo, el aporte de la Psicología es que esas interpretaciones “son únicas para la persona que las experimenta, son cualidades subjetivas de las experiencias mentales y sólo son accesibles a la conciencia de esa persona, aun cuando ciertas partes de la experiencia son objetivas y accesibles a cualquiera, otras son únicamente producto de la persona misma.
Si me hubieran hecho objeto sería objetivo, pero me hicieron sujeto…
José Bergamín (1895-1983) Escritor español.
La subjetividad en la primera y segunda tópicas (Más allá del principio del placer y El yo y el ello).
En el lenguaje de Freud, se conocen por ‘tópicas’ las clasificaciones estructurales que describen el aparato psíquico en diversas instancias o sistemas. Freud propuso dos: hasta 1923, consideraba que el psiquismo se dividía en consciente / preconsciente / inconsciente; pero en El yo y el ello, publicado en 1923, mantiene que las divisiones básicas se establecen entre el Yo, el Superyó y el Ello.
En Más allá del principio del placer, Freud se cuestiona la idea de que el principio del placer sea la instancia rectora del curso de los procesos anímicos. Si así fuese, “la mayor parte de nuestros procesos psíquicos tendría que presentarse acompañada de placer o conducir a él, lo cual queda enérgicamente contradicho por la experiencia.” Un trastorno psicológico, que muestra variantes, le conduce a este cuestionamiento: se trata de la obsesión de repetición que aparece en los sueños de los enfermos de neurosis traumática (los que hoy en día se consideran pacientes con trastorno de stress postraumático) y en algunos juegos de los niños. Freud supone que la obsesión de repetición (que traslada al paciente de forma recurrente en su sueño a una situación muy desagradable que hubo de pasar, verbigracia, un accidente o la muerte de un ser querido o, en el caso del niño, la larga ausencia del padre) representa el intento de la psique por dominar absolutamente el acontecimiento traumático y debe entenderse como algo que se manifiesta “primariamente y con independencia del principio del placer”. Eso significa que Freud ha encontrado una primera excepción a uno de sus principios generales más conocidos: el de que los sueños representan la satisfacción imaginativa de deseos reprimidos. Ahora bien, lo más importante es que Freud repara en este momento que la obsesión de repetición manifiesta en los sujetos un instinto diferente al que hasta entonces había considerado como fundamental y único. El instinto de conservación, que, a nivel de especie, se expresa en la pulsión sexual o erótica, “se halla en curiosa contradicción con la hipótesis de que la total vida instintiva sirve para llevar al ser viviente hacia la muerte. De manera que Freud se ve obligado a admitir que, junto al instinto que busca el placer, existe otro instinto contrario en el ser viviente, que le empuja hacia la muerte, una especie de pulsión de muerte. Todo instinto es, según Freud, “una tendencia propia de lo orgánico vivo a la reconstrucción de un estado anterior, que lo animado tuvo que abandonar bajo el influjo de fuerzas exteriores, perturbadoras”: eso significa que los instintos, sexuales o destructivos, liberan la energía acumulada por la estimulación externa o interna para hacer retornar al organismo a un estado de equilibrio.
¿En qué consistiría la redescripción freudiana en este punto? Si la subjetividad está sujeta a estas fuerzas, las cuales operan desde el inconsciente, entonces las dimensiones conscientes de la psique quedan devaluadas a funciones laterales o de segundo orden. Freud señala que “la conciencia no puede ser un carácter general de los procesos anímicos, sino tan sólo una función especial de los mismos”. Por tanto, la conciencia es la punta consciente y extraña de un enorme iceberg de naturaleza inconsciente. Este carácter superficial de la conciencia es demostrado por Freud a través de la embriología: la conciencia, localizada en la corteza cerebral, habría permanecido ligada a la percepción sensible –y al sentido ingenuo de realidad que suele suministrar- y en parte ajena a la estimulación interna procedente del inconsciente. La conciencia sería, pues, una especie de isla absolutamente solitaria en medio de un océano subjetivo inconsciente. Ahora bien, su carácter de instancia intermedia entre la estimulación externa y la interna, del que Freud sacará bastante partido en El yo y el ello, le abocan a una existencia inestable, carente de la continuidad y firmeza que tradicionalmente se habían asociado a la conciencia o yo. Esta conclusión acaba siendo reforzada cuando Freud descubre, a través del examen del desarrollo de la libido en el niño, que el yo es “el verdadero y primitivo depósito de la libido, la cual parte luego de él para llegar hasta el objeto”. Si ese desplazamiento no se llega a producir, el yo deviene en fases ulteriores del desarrollo psicosexual el objeto anómalo del deseo, convirtiéndose en el origen y el centro del trastorno narcisista.
En El yo y el ello, Freud continúa la socavación de la idea clásica de subjetividad a partir de la interpretación supuestamente unívoca de los datos empíricos aportados por la observación de sus pacientes. Así, por ejemplo, Freud señala al comenzar su estudio que “la conciencia es un estado eminentemente transitorio. Una representación consciente en un momento dado no lo es ya en el inmediatamente ulterior, aunque pueda volver a serlo bajo condiciones fácilmente dadas”. La consciencia es mostrada como una especie de Guadiana mental que tan pronto aparece como desaparece, manteniéndose su contenido latente en estos intervalos; con esta imagen, Freud se contrapone al supuesto tradicional según el cual la consciencia sería aquel estado mental permanente que, en virtud de esa misma permanencia, garantiza la continuidad de la identidad personal. En continuidad con su obra anterior, Freud distingue contenidos latentes, capaces de acceder a la consciencia y al lenguaje, de otros cuya efectiva represión les impide revelarse nunca como conscientes: se trata, de hecho, de la distinción entre preconsciente e inconsciente tal y como la estipula su primera tópica. En este orden de cosas, dice: “la verdadera diferencia entre una representación inconsciente y una representación preconsciente (un pensamiento) consiste en que el material de la primera permanece oculto, mientras que la segunda se muestra enlazada con representaciones verbales.” Lo cual significa que ni el pensamiento ni su expresión lingüística pueden ser calificados como claros y transparentes para el propio sujeto que piensa o habla.
Ahora bien, lo decisivo en El yo y el ello no sólo es el surgimiento de la llamada segunda tópica -Freud sustituye el esquema ‘inconsciente / preconsciente / consciente’ por el de ‘ello / yo / superyó’-, sino, sobre todo, el hecho de que Freud establece una jerarquización de las instancias de la subjetividad atribuyendo a la dimensión inconsciente el papel principal y genético de las otras dos instancias. Por esa razón, dice:
“Un individuo es ahora, para nosotros, un ello psíquico desconocido e inconsciente, en cuya superficie aparece el yo, que se ha desarrollado partiendo del sistema P [Percepción], su nódulo. El yo no vuelve por completo al ello, sino que se limita a ocupar una parte de su superficie, y tampoco se halla precisamente separada de él, pues confluye con él en su parte inferior.”
Es más, el yo es una parte del ello modificada por la influencia del mundo exterior a través del sistema perceptivo. Por otra parte, junto al ello y el yo, Freud introduce, como última instancia explicativa de determinados procesos psíquicos, al superyó. El superyó es, por decirlo de algún modo, la costra psíquica generada a partir de la primera y más importante identificación del individuo (la que tiene lugar con el padre) y que acumula los ideales morales y religiosos del individuo así como los productos de haber convertido en tales ideales las tendencias filogenéticas más arcaicas de los individuos. Freud, al igual que Darwin, el cual, en la obra La descendencia del hombre (1871), afirmaba que podemos encontrar indicios en los animales superiores de los sentidos moral, social y religioso supuestamente característicos de los seres humanos, no coloca el desarrollo evolutivo humano en un lugar especial y diferente del desarrollo animal. La peculiaridad del superyó, en todo caso, se encuentra en ser el heredero cristalizado psíquicamente del complejo de Edipo y, por consiguiente, en expresar al ello reprimido en forma de normas morales que derivan del carácter del padre qua padre. Si con la idea de que el pensamiento y el lenguaje incorporan elementos inconscientes latentes, Freud ha desbancado toda pretensión epistemológica seria a tales facultades, con la introducción del superyó, despoja a la ética de cualquier posibilidad de una expresión racional, objetiva e imparcial de sus preceptos. De este modo, el universo moral (lo que se relaciona con la culpa, la angustia, los dilemas, etc…) se convierte en el más personal e idiosincrásico de los asuntos.
Por consiguiente, la subjetividad se manifiesta como un mecanismo de emergencia y represión alternativa de la libido dentro del cual el yo –o la consciencia- está siempre a punto de naufragar entre las exigencias placenteras o destructivas y el sentimiento de culpa o la angustia generados por el superyó. Como de modo bastante gráfico expresa Freud: “[…] se rebela inútilmente el yo contra las exigencias del ello asesino y contra los reproches de la consciencia moral punitiva. […] el ello es totalmente amoral; el yo se esfuerza por ser moral, y el superyó puede ser hipermoral y hacerse tan cruel entonces como el ello.” Pero esta imagen del mecanismo de la subjetividad ahora tiene los rasgos fundamentales de la precariedad y la dependencia. El sujeto ya no es otra cosa que este conflicto –de hecho, en la perspectiva evolutiva de la teoría psicoanalítica, se hace propiamente sujeto resolviendo en cada etapa de su desarrollo los requisitos en pugna de las diversas instancias psíquicas; pero el magma instintivo del que surge, y del que son cristalizaciones el yo y su ideal, el superyó, ya no permite valorarlo al modo cartesiano o kantiano. La idea de un sujeto autónomo, emplazado en un supuesto lugar neutral, desde el cual juzga la corrección de las afirmaciones epistemológicas o éticas aparece destruida por aquello que esta idealización se proponía precisamente superar: la naturalidad o, en términos más concretos, la ambivalencia del cuerpo. Y es a formas diversas de esa naturalidad a las que el yo –siempre a punto de zozobrar- finalmente ha de acabar sirviendo. Por esa razón, Freud habla, en el capítulo final de El yo y el ello, de las tres servidumbres del yo:
“Más, por otra parte, se nos muestra el yo como una pobre cosa sometida a tres distintas servidumbres y amenazada por tres diversos peligros, emanados, respectivamente, del mundo exterior, de la libido del yo y del rigor del superyó. […] En calidad de instancia fronteriza quiere el yo constituirse en mediador entre el mundo exterior y el ello, intentando adoptar el ello al mundo exterior y alcanzar en éste los deseos del ello por medio de su actividad muscular.”
Los peligros que se ciernen sobre el yo y a los que se refiere Freud suponen siempre la caída en una forma de psicopatología específica. En otro texto de 1924, Neurosis y psicosis, Freud dictamina que todas las enfermedades mentales de importancia pueden describirse como una descompensación en este esquema de la segunda tópica: “La neurosis sería el resultado de un conflicto entre el yo y su ello y, en cambio, la psicosis, el desenlace análogo de tal perturbación de las relaciones entre el yo y el mundo exterior.” No obstante, como puede verse, Freud no establece una diferencia cualitativa entre las personas sanas y las enfermas: todas comparten la misma estructura tópica; lo que en todo caso marca la frontera entre la salud y la enfermedad mental es la manera peculiar en la que cada cual resuelve los conflictos generados por los desplazamientos de la libido en cada fase de desarrollo psicosexual. En este sentido, es la plasticidad que tiene el yo para deformarse o incluso escindirse lo que alivia la represión aunque sea a costa de la locura. En el mismo texto, Freud señala: “[…] el yo podrá evitar cualquier desenlace perjudicial en cualquier sentido, deformándose espontáneamente, tolerando daños en su unidad o incluso disociándose en algún caso. De este modo, las inconsecuencias y chifladuras de los hombres resultarían análogas a sus perversiones sexuales en el sentido de ahorrarles represiones.” En este sentido, Freud parece estar sugiriendo que las tendencias psicopáticas corren paralelas al proceso represivo, como precipicios que se abren a ambos lados del desarrollo cultural al que los hombres están históricamente abocados. Naturalmente, sin represión no hay cultura, no hay posibilidad de civilización; pero la represión es también el semillero de la enajenación.