Sigmund Freud – El malestar de las culturas

Sinopsis:

NO podemos eludir la impresión de que el hombre suele aplicar cánones falsos en sus apreciaciones, pues mientras anhela para sí y admira en los demás el poderío, el éxito y la riqueza menosprecia, en cambio, los valores genuinos que la vida le ofrece. No obstante, al formular un juicio general de esta especie, siempre se corre peligro de olvidar la abigarrada variedad del mundo humano y de su vida anímica, ya que existen, en efecto, algunos seres a quienes no se les niega la veneración de sus coetáneos, pese a que su grandeza reposa en cualidades y obras muy ajenas a los objetivos y los ideales de las masas. Se pretenderá aducir que sólo es una minoría selecta la que reconoce en su justo valor a estos grandes hombres, mientras que la gran mayoría nada quiere saber de ellos; pero las discrepancias entre las ideas y las acciones de los hombres son tan amplias y sus deseos tan dispares que dichas reacciones seguramente no son tan simples.

Uno de estos hombres excepcionales se declara en sus cartas amigo mío. Habiéndole enviado yo mi pequeño trabajo que trata de la religión como una ilusión, me respondió que compartía sin reserva mi juicio sobre la religión, pero lamentaba que yo no hubiera concedido su justo valor a la fuente última de la religiosidad. Esta residiría, según su criterio, en un sentimiento particular que jamás habría dejado de percibir, que muchas personas le habrían confirmado y cuya existencia podría suponer en millones de seres humanos; un sentimiento que le agradaría designar «sensación de eternidad»; un sentimiento como de algo sin límites ni barreras, en cierto modo «oceánico». Se trataría de una experiencia esencialmente subjetiva, no de un artículo del credo; tampoco implicaría seguridad alguna de inmortalidad personal; pero, no obstante, ésta sería la fuente de la energía religiosa, que, captada por las diversas Iglesias y sistemas religiosos, es encauzada hacia determinados canales y seguramente también consumida en ellos. Sólo gracias a éste sentimiento oceánico podría uno considerarse religioso, aunque se rechazara toda fe y toda ilusión.

Esta declaración de un amigo que venero -quien, por otra parte, también prestó cierta vez expresión poética al encanto de la ilusión- me colocó en no pequeño aprieto, pues yo mismo no logro descubrir en mí este sentimiento «oceánico». En manera alguna es tarea grata someter los sentimientos al análisis científico: es cierto que se puede intentar la descripción de sus manifestaciones fisiológicas; pero cuando esto no es posible -y me temo que también el sentimiento oceánico se sustraerá a semejante caracterización-, no queda sino atenerse al contenido ideacional que más fácilmente se asocie con dicho sentimiento. Mi amigo, si lo he comprendido correctamente, se refiere a lo mismo que cierto poeta original y harto inconvencional hace decir a su protagonista, a manera de consuelo ante el suicidio: «De este mundo no podemos caernos». Trataríase, pues, de un sentimiento de indisoluble comunión, de inseparable pertenencia a la totalidad del mundo exterior. Debo confesar que para mí esto tiene más bien el carácter de una penetración intelectual, acompañada, naturalmente, de sobretonos afectivos, que por lo demás tampoco faltan en otros actos cognoscitivos de análoga envergadura. En mi propia persona no llegaría a convencerme de la índole primaria de semejante sentimiento; pero no por ello tengo derecho a negar su ocurrencia real en los demás. La cuestión se reduce, pues, a establecer si es interpretado correctamente y si debe ser aceptado como fons et origo de toda urgencia religiosa.

Nada puedo aportar que sea susceptible de decidir la solución de este problema. La idea de que el hombre podría intuir su relación con el mundo exterior a través de un sentimiento directo, orientado desde un principio a este fin, parece tan extraña y es tan incongruente con la estructura de nuestra psicología, que será lícito intentar una explicación psicoanalítica -vale decir genética- del mencionado sentimiento.

Al emprender esta tarea se nos ofrece al instante el siguiente razonamiento. En condiciones normales nada nos parece tan seguro y establecido como la sensación de nuestra mismidad, de nuestro propio yo. Este yo se nos presenta como algo independiente unitario, bien demarcado frente a todo lo demás. Sólo la investigación psicoanalítica -que por otra parte, aún tiene mucho que decirnos sobre la relación entre el yo y el ello-nos ha enseñado que esa apariencia es engañosa; que, por el contrario, el yo se continúa hacia dentro, sin límites precisos, con una entidad psíquica inconsciente que denominamos ello y a la cual viene a servir como de fachada. Pero, por lo menos hacia el exterior, el yo parece mantener sus límites claros y precisos. Sólo los pierde en un estado que, si bien extraordinario, no puede ser tachado de patológico: en la culminación del enamoramiento amenaza esfumarse el límite entre el yo y el objeto. Contra todos los testimonios de sus sentidos, el enamorado afirma que yo y tú son uno, y está dispuesto a comportarse como si realmente fuese así. Desde luego, lo que puede ser anulado transitoriamente por una función fisiológica, también podrá ser trastornado por procesos patológicos. La patología nos presenta gran número de estados en los que se torna incierta la demarcación del yo frente al mundo exterior, o donde los límites llegan a ser confundidos: casos en que partes del propio cuerpo, hasta componentes del propio psiquismo, percepciones, pensamientos, sentimientos, aparecen como si fueran extraños y no pertenecieran al yo; otros, en los cuales se atribuye al mundo exterior lo que a todas luces procede del yo y debería ser reconocido por éste. De modo que también el sentimiento yoico está sujeto a trastornos, y los límites del yo con el mundo exterior no son inmutables.

Prosiguiendo nuestra reflexión hemos de decirnos que este sentido yoico del adulto no puede haber sido el mismo desde el principio, sino que debe haber sufrido una evolución, imposible de demostrar, naturalmente, pero susceptible de ser reconstruida con cierto grado de probabilidad. El lactante aún no discierne su yo de un mundo exterior, como fuente de las sensaciones que le llegan. Gradualmente lo aprende por influencia de diversos estímulos. Sin duda, ha de causarle la más profunda impresión el hecho de que algunas de las fuentes de excitación -que más tarde reconocerá como los órganos de su cuerpo- sean susceptibles de provocarle sensaciones en cualquier momento, mientras que otras se le sustraen temporalmente -entre éstas, la que más anhela: el seno materno-, logrando sólo atraérselas al expresar su urgencia en el llanto. Con ello comienza por oponérsele al yo un «objeto», en forma de algo que se encuentra «afuera» y para cuya aparición es menester una acción particular. Un segundo estímulo para que el yo se desprenda de la masa sensorial, esto es, para la aceptación de un «afuera», de un mundo exterior, lo dan las frecuentes, múltiples e inevitables sensaciones de dolor y displacer que el aún omnipotente principio del placer induce a abolir y a evitar. Surge así la tendencia a disociar del yo cuanto pueda convertirse en fuente de displacer, a expulsarlo de sí, a formar un yo puramente hedónico, un yo placiente, enfrentado con un no-yo, con un «afuera» ajeno y amenazante. Los límites de este primitivo yo placiente no pueden escapar a reajustes ulteriores impuestos por la experiencia. Gran parte de lo que no se quisiera abandonar por su carácter placentero no pertenece, sin embargo, al yo, sino a los objetos; recíprocamente, muchos sufrimientos de los que uno pretende desembarazarse resultan ser inseparables del yo, de procedencia interna. Con todo, el hombre aprende a dominar un procedimiento que, mediante la orientación intencionada de los sentidos y la actividad muscular adecuada, le permite discernir lo interior (perteneciente al yo) de lo exterior (originado por el mundo), dando así el primer paso hacia la entronización del principio de realidad, principio que habrá de dominar toda la evolución ulterior. Naturalmente, esa capacidad adquirida de discernimiento sirve al propósito práctico de eludir las sensaciones displacenteras percibidas o amenazantes. La circunstancia de que el yo, al defenderse contra ciertos estímulos displacientes emanados de su interior, aplique los mismos métodos que le sirven contra el displacer de origen externo, habrá de convertirse en origen de importantes trastornos patológicos.

De esta manera, pues, el yo se desliga del mundo exterior, aunque más correcto sería decir: originalmente el yo lo incluye todo; luego, desprende de sí un mundo exterior. Nuestro actual sentido yoico no es, por consiguiente, más que el residuo atrofiado de un sentimiento más amplio, aun de envergadura universal, que correspondía a una comunión más íntima entre el yo y el mundo circundante. Si cabe aceptar que este sentido yoico primario subsiste -en mayor o menor grado- en la vida anímica de muchos seres humanos, debe considerársele como una especie de contraposición del sentimiento yoico del adulto, cuyos límites son más precisos y restringidos. De esta suerte, los contenidos ideativos que le corresponden serían precisamente los de infinitud y de comunión con el Todo, los mismos que mi amigo emplea para ejemplificar el sentimiento «oceánico». Pero, ¿acaso tenemos el derecho de admitir esta supervivencia de lo primitivo junto a lo ulterior que de él se ha desarrollado?

Sin duda alguna, pues los fenómenos de esta índole nada tienen de extraño, ni en la esfera psíquica ni en otra cualquiera. Así, en lo que se refiere a la serie zoológica, sustentamos la hipótesis de que las especies más evolucionadas han surgido de las inferiores; pero aún hoy hallamos, entre las vivientes, todas las formas simples de la vida. Los grandes saurios se han extinguido, cediendo el lugar a los mamíferos; pero aún vive con nosotros un representante genuino de ese orden: el cocodrilo. Esta analogía puede parecer demasiado remota, y, por otra parte, adolece de que las especies inferiores sobrevivientes no suelen ser las verdaderas antecesoras de las actuales, más evolucionadas. Por regla general, han desaparecido los eslabones intermedios que sólo conocemos a través de su reconstrucción. En cambio, en el terreno psíquico la conservación de lo primitivo junto a lo evolucionado a que dio origen es tan frecuente que sería ocioso demostrarla mediante ejemplos. Este fenómeno obedece casi siempre a una bifurcación del curso evolutivo: una parte cuantitativa de determinada actitud o de una tendencia instintiva se ha sustraído a toda modificación, mientras que el resto siguió la vía del desarrollo progresivo.

Tocamos aquí el problema general de la conservación en lo psíquico, problema apenas elaborado hasta ahora, pero tan seductor e importante que podemos concederle nuestra atención por un momento, pese a que la oportunidad no parezca muy justificada. Habiendo superado la concepción errónea de que el olvido, tan corriente para nosotros, significa la destrucción o aniquilación del resto mnemónico, nos inclinamos a la concepción contraria de que en la vida psíquica nada de lo una vez formado puede desaparecer jamás; todo se conserva de alguna manera y puede volver a surgir en circunstancias favorables, como, por ejemplo, mediante una regresión de suficiente profundidad.

Tratemos de representarnos lo que esta hipótesis significa mediante una comparación que nos llevará a otro terreno. Tomemos como ejemplo la evolución de la Ciudad Eterna. Los historiadores nos enseñan que el más antiguo recinto urbano fue la Roma quadrata, una población empalizada en el monte Palatino. A esta primera fase siguió la del Septimontium, fusión de las poblaciones situadas en las distintas colinas; más tarde apareció la ciudad cercada por el muro de Sirvio Tulio, y aún más recientemente, luego de todas las transformaciones de la República y del Primer Imperio, el recinto que el emperador Aureliano rodeó con sus murallas. No hemos de perseguir más lejos las modificaciones que sufrió la ciudad, preguntándonos, en cambio, qué restos de esas fases pasadas hallará aún en la Roma actual un turista al cual suponemos dotado de los más completos conocimientos históricos y topográficos. Verá el muro aureliano casi intacto, salvo algunas brechas. En ciertos lugares podrá hallar trozos del muro serviano, puestos al descubierto por las excavaciones. Provisto de conocimientos suficientes -superiores a los de la arqueología moderna-, quizá podría trazar en el cuadro urbano actual todo el curso de este muro y el contorno de la Roma quadrata; pero de las construcciones que otrora colmaron ese antiguo recinto no encontrará nada o tan sólo escasos restos, pues aquéllas han desaparecido. Aun dotado del mejor conocimiento de la Roma republicana, sólo podría señalar la ubicación de los templos y edificios públicos de esa época. Hoy, estos lugares están ocupados por ruinas, pero ni siquiera por las ruinas auténticas de aquellos monumentos, sino por las de reconstrucciones posteriores, ejecutadas después de incendios y demoliciones. Casi no es necesario agregar que todos estos restos de la Roma antigua aparecen esparcidos en el laberinto de una metrópoli edificada en los últimos siglos del Renacimiento. Su suelo y sus construcciones modernas seguramente ocultan aún numerosas reliquias. Tal es la forma de conservación de lo pasado que ofrecen los lugares históricos como Roma.

Supongamos ahora, a manera de fantasía, que Roma no fuese un lugar de habitación humana, sino un ente psíquico con un pasado no menos rico y prolongado, en el cual no hubieren desaparecido nada de lo que alguna vez existió y donde junto a la última fase evolutiva subsistieran todas las anteriores. Aplicado a Roma, esto significaría que en el Palatino habrían de levantarse aún, en todo su porte primitivo, los palacios imperiales y el Septizonium de Septimio Severo; que las almenas del Castel Sant’Angelo todavía estuvieran coronadas por las bellas estatuas que las adornaron antes del sitio por los godos, etc. Pero aún más: en el lugar que ocupa el Palazzo Caffarelli veríamos de nuevo, sin tener que demoler este edificio, el templo de Júpiter Capitolino, y no sólo en su forma más reciente, como lo contemplaron los romanos de la época cesárea, sino también en la primitiva, etrusca, ornada con antefijos de terracota. En el emplazamiento actual del Coliseo podríamos admirar, además, la desaparecida Domus aurea de Nerón; en la Piazza della Rotonda no encontraríamos tan sólo el actual Panteón como Adriano nos lo ha legado, sino también, en el mismo solar, la construcción original de M. Agrippa, y además, en este terreno, la iglesia María sopra Minerva, sin contar el antiguo templo sobre el cual fue edificada. Y bastaría que el observador cambiara la dirección de su mirada o su punto de observación para hacer surgir una u otra de estas visiones.

Evidentemente, no tiene objeto alguno seguir el hilo de esta fantasía, pues nos lleva a lo inconcebible y aun a lo absurdo. Si pretendemos representar espacialmente la sucesión histórica, sólo podremos hacerlo mediante la yuxtaposición en el espacio, pues éste no acepta dos contenidos distintos. Nuestro intento parece ser un juego vano; su única justificación es la de mostrarnos cuán lejos de encontrarnos de poder captar las características de la vida psíquica mediante la representación descriptiva.

Aún tendríamos que enfrentarnos con otra objeción. Se nos preguntará por qué recurrimos precisamente al pasado de una ciudad para compararlo con el pasado anímico. La hipótesis de la conservación total de lo pretérito está supeditada, también en la vida psíquica, a la condición de que el órgano del psiquismo haya quedado intacto, de que sus tejidos no hayan sufrido por traumatismo o inflamación. Pero las influencias destructivas comparables a estos factores patológicos no faltan en la historia de ninguna ciudad, aunque su pasado sea menos agitado que el de Roma, aunque, como Londres, jamás haya sido asolada por un enemigo. Aun la más apacible evolución de una ciudad incluye demoliciones y reconstrucciones que en principio la tornan inadecuada para semejante comparación con un organismo psíquico.

Nos rendimos ante este argumento y, renunciando a un ilustrativo efecto de contraste, recurrimos a un símil que, en todo caso, es más afín a lo psíquico: el organismo animal o el humano. Pero también aquí tropezamos con idéntica dificultad. Las fases precedentes de la evolución no subsisten en forma alguna, sino que se agotan en las ulteriores cuyo material han suministrado. Es imposible demostrar la existencia del embrión en el adulto; el timo del niño, sustituido por tejido conectivo durante la adolescencia, ha dejado de existir; es verdad que en los huesos largos del adulto podemos trazar el contorno del infantil; pero éste ha desaparecido al alargarse y engrosarse para alcanzar su forma definitiva. Por consiguiente, debemos someternos a la comprobación de que sólo en el terreno psíquico es posible esta persistencia de todos los estadios previos, junto a la forma definitiva, y de que no podremos representarnos gráficamente tal fenómeno.

Pero quizá vayamos demasiado lejos con esta conclusión. Quizá habríamos de conformarnos con afirmar que lo pretérito puede subsistir en la vida psíquica, que no está necesariamente condenado a la destrucción. Aun en el terreno psíquico no deja de ser posible -como norma o excepcionalmente- que muchos elementos arcaicos sean borrados o consumidos en tal medida, que ya ningún proceso logre restablecerlos o reanimarlos; además, su conservación podría estar supeditada en principio a ciertas condiciones favorables. Todo esto es posible, pero nada sabemos al respecto. No podemos sino atenernos a la conclusión de que en la vida psíquica la conservación de lo pretérito es la regla más bien que una curiosa excepción.

Así, pues, estamos plenamente dispuestos a aceptar que en muchos seres existe un «sentimiento oceánico», que nos inclinamos a reducir a una fase temprana del sentido yoico; pero entonces se nos plantea una nueva cuestión: ¿qué pretensiones puede alegar ese sentimiento para ser aceptado como fuente de las necesidades religiosas?

Por mi parte esta pretensión no me parece muy fundada, pues un sentimiento sólo puede ser una fuente de energía si a su vez es expresión de una necesidad imperiosa. En cuanto a las necesidades religiosas, considero irrefutable su derivación del desamparo infantil y de la nostalgia por el padre que aquél suscita, tanto más cuanto que este sentimiento no se mantiene simplemente desde la infancia, sino que es reanimado sin cesar por la angustia ante la omnipotencia del destino. Me sería imposible indicar ninguna necesidad infantil tan poderosa como la del amparo paterno. Con esto pasa a segundo plano el papel del «sentimiento oceánico», que podría tender, por ejemplo, al restablecimiento del narcisismo ilimitado. La génesis de la actitud religiosa puede ser trazada con toda claridad hasta llegar al sentimiento de desamparo infantil. Es posible que aquélla oculte aún otros elementos; pero por ahora se pierden en las tinieblas.

Puedo imaginarme que el «sentimiento oceánico» haya venido a relacionarse ulteriormente con la religión, pues este ser-uno-con-el-todo, implícito en su contenido ideativo, nos seduce como una primera tentativa de consolación religiosa, como otro camino para refutar el peligro que el yo reconoce amenazante en el mundo exterior. Confieso una vez más que me resulta muy difícil operar con estas magnitudes tan intangibles.

Otro de mis amigos, llevado por su insaciable curiosidad científica a las experiencias más extraordinarias y convertido por fin en omnisapiente, me aseguró que mediante las prácticas del yoga, es decir, apartándose del mundo exterior, fijando la atención en las funciones corporales, respirando de manera particular, se llega efectivamente a despertar en sí mismo nuevas sensaciones y sentimientos difusos, que pretendía concebir como regresiones a estados primordiales de la vida psíquica, profundamente soterrados. Consideraba dichos fenómenos como pruebas, en cierta manera fisiológicas, de gran parte de la sabiduría de la mística. Se nos ofrecerían aquí relaciones con muchos estados enigmáticos de la vida anímica, como los del trance y del éxtasis. Mas yo siento el impulso de repetir las palabras del buzo de Schiller:

¡Alégrese quien respira a la rosada luz del día!